martes, 30 de marzo de 2010

Botella rota al fin.


No sabe porque, solo compró una botella de whisky, pidió una bolsa de papel marrón en la cual envolvió el licor.
Compró cigarros en otro local, a pesar de que donde compró el whisky también vendían. Dio la gracias, se puso su sombrero, ocultó la botella en su chaqueta y se paró frente a la línea del metro en la que tenía que bajarse cada día para ir a su trabajo y lanzó su maletín con papeles a las vías mientras pasaba el tren. No lo necesitaba donde iría pronto.

Hizo un gesto de despedida y caminó, a la playa, mientras notó que caían unas cuantas gotas de gran peso del cielo.
Se metió en una calle que siempre vió cuando se dirigía a hacer diariamente lo que no quería, pero si tenía que hacer.
Se sentó en unas rocas, prendió un cigarrillo aunque las gotas que continuaban cayendo casi lo apagan.
Se relajó, miró al cielo y pensó en su próximo movimiento de vida.
Sacó la botella, le dió un par de sorbos y exhaló fuertemente.
Se rió y pensó en su vida, y si renunciar a su trabajo, a su único sustento y lo único que sabía hacer fue una buena decisión.

Bebió en silencio la mitad de la botella, se paró y caminó a una plaza cercana en la que habían varios viejos alcoholicos que suelen extraer muecas de pena y rechazo del resto de las personas.
Pasó cerca de un viejo que olía a alcohol, pero no evitaba que se notara que temblaba por el frío.

No llovería, se dijo a sí mismo, según lo que su abuelo le había enseñado, pero era un hecho el frío sería capaz de matar en cuanto el sol cayera y la hora más oscura se aproximara.
Se acercó al viejo, se sacó el abrigo y lo miró un momento. Despertó al anciano, le dio su abrigo y su media botella de licor, más no los cigarrillos.
Pensó en el costo de su abrigo, y se alejó sin mirar, ni querer pensar en lo que sentía el anciano luego del regalo.
Le dió su sombrero a un jovencito que parecía asustando, diciendolo que lo vendiera y comiera un pan con algo y luego se fuera a su casa.

Pensó solo en que los abrigos caros, los maletines y los sombreros no lo podían hacer feliz, no era una posibilidad en cien.
Pensó en hacer algo que lo llenara en felicidad de hacer lo que le gusta y no lo que tiene que hacer.
Pensó en sus cigarrillos, la sonrisa que lo esperaba en casa y en la mejor decisión de su vida.
No necesitaba abrigos caros, ni sombreros, ni maletines, ni ser mirado como un ser "bueno" o "respetable" por estar vestido de terno. No los necesitaba donde iba ahora.
Ahora iba a ser feliz.