martes, 19 de enero de 2010

Un viernes.

Y si, se sintió bien, sucio (y en el fondo) mal intencionado, pero se sentía ese sudor frio en la cabeza de hacer lo incorrecto y parecer disfrutarlo a un nivel celular.

Y tomé, y hubiera tomado más, y tomó, y no lo hacía, la segunda sombra sin forma ya tomaba y parecía afectarle cada milésima de segundo en la que su nariz percibía el olor del alcohol.
La primera sombra mostraba sus ataduras, y casi morbosamente, las restregaba cerca de mi cara, salpicando rabia centenaria y una felicidad que parecía ser el pensar en que quizás se mostraba ahora como lo que no fue antes, pero que ahora es querido por mi y un ejército de hombres sin mirada.
Pasó lo que debía pasar, el alcohol se autoproclamó el campeón que derrotó los bloqueos de la inhibición, y desde un juego, desde una broma, salieron cañones, y dispararon besos fuertes, con ganas.

No se podía disimular las ganas del que habla, ni el disfrute y emoción de quien siempre quizo hacerlo, aunque en otra situación y época.

Se repitió sin emoción, ni siquiera picardía en otra sombra amiga de la primera.  Era un trámite culpable

Terminó con lo esperado, una caminata, una espera y un ladrón esperando llenarse los bolsillos de temor y dinero o la ropa de sangre y orgullo de saber que puede hacerlo y es inmune a la justicia pensada por hombres españoles del pasado.

Pero una sombra llegó, ebria de poder y alcohol, vomitando una experiencia ya asimilada por todos, más no conocida.

Nos dejó dormir en su esquina, en la que no dormí nada, al amanecer moví una rama, y ahí estaba, la sombra dormida.

En el límite de la oscuridad con la luz del día nos dejó.

Le pedí la manera malsana de invocarla ante mi obvio deseo de volver a bañarme en ella.


Un triste intento con esperanzas terminales, en intento de llegar al  final del día en que el sol de apage.